Visita médica
A las nueve de la mañana el hospital era como un hormiguero.
Una marea de personas recorría todo el edificio, al parecer, con instrucciones
claras de su cometido. Melisa, doctora en psiquiatría, se dirigía a su despacho
por un pasillo encerado y reluciente franqueado en uno de sus lados por
numerosas puertas blancas. Al llegar vio que había pocos enfermos en la zona de
espera. La jornada se presentaba tranquila, aunque ella no podía decir lo mismo
de su estado de ánimo. Desde hacía
tiempo le preocupaba la situación de Enrique, uno de sus pacientes y antiguo
compañero del colegio, que un día se sentó en el diván de su consulta como un
extraño y empezó a relatarle su angustioso mundo interior con una crudeza que
la sobrecogió. Temía por su vida. Sus delirios suicidas podían un día cumplirse
y ella tenía que evitarlo por su familia: una mujer y tres hijos que no
terminarían en la calle, si ella podía evitarlo.
Tras dos toques en la puerta ésta se abrió.
—Hola, Melisa —dijo la enfermera de análisis clínicos—.
Tengo el expediente completo de tu paciente, Enrique Lanez, con las pruebas que
pediste. Le he llamado para que venga a recogerlo y me ha dicho que tenía cita
contigo, te lo traigo para que se lo des.
—Gracias, ya he visto en el ordenador que todo ha salido
normal. Si no te importa, déjaselo a mi ayudante para que lo meta en un sobre y
se lo dé antes de irse.
Enrique llegó más demacrado que otras veces. Se notaba que
no había dormido y su aspecto desaliñado indicaba su desinterés por todo lo que
le rodeaba. La sesión fue larga y tensa. Al menos, durante esa hora, consiguió
convencerle de que no dejara la medicación.
Enrique fue el último paciente. Cuando se fue, Melisa se
acercó a la mesa de su ayudante y un expediente colocado sobre un montón de papeles
le llamó la atención.
—¿Es que no le has dado a Enrique su historia clínica? —le
preguntó a Rosa.
—Claro que se la di. Lo
hice cuando salió de tu despacho.
—¿Y esto? —dijo Melisa señalando el lugar donde estaba la
carpeta de su cliente.
A Rosa le cambió la expresión de la cara, que pasó de
mostrar una seguridad rutinaria a una duda preocupante.
—No puede ser. Creo habérselo dado. ¿Y si lo he confundido
con otro enfermo?
—¿Qué enfermo? —dijo Melisa, nerviosa.
—La otra carpeta que tenía era la de Enrico Gámez, que ahora
no me aparece. A lo mejor me he liado con los nombres.
—¡Dios mío! No sabes lo que has hecho. Enrico está
desahuciado por un cáncer muy agresivo. Te di su historial para devolverlo a la
consulta de oncología. ¿Cómo no te diste cuenta? Llama a su mujer de inmediato para
avisarla de que no abran el sobre. Diles que voy a su casa ahora mismo con las
pruebas correctas.
Melisa salió al pasillo con la vana esperanza de poder
encontrar a Enrique cerca de la salida del hospital. Cogió un taxi y rezó para
que no ocurriera una desgracia, mientras marcaba un número en el móvil. Una voz
monótona repetía, una y otra vez, que ese teléfono no estaba disponible. Le
dijo al taxista que cogiera el atajo del puente, por si acaso.
Por su parte, Rosa llamó con insistencia a casa de los Lanez
sin obtener respuesta. El teléfono comunicaba cada vez que marcaba. Entre
llamada y llamada, iba levantando todos los papeles de la mesa en busca de la
carpeta del señor Gámez, sin ningún éxito. Se disponía a abrir los cajones del
fichero, cuando tropezó con la papelera, que se volcó, esparciendo por el suelo
todo su contenido. Y ahí, apareció el expediente junto a unas fotocopias
arrugadas, papeles de caramelo y restos de un sándwich.
Melisa llegó jadeando al tercer piso. El ascensor no
funcionaba. La mujer de Enrique le abrió la puerta y al verla sonrió.
—Pasa, doctora —estábamos celebrando con los niños el regalo
del hospital.
—¿Qué regalo? —dijo Melisa, desconcertada.
—El que le dieron a Enrique esta mañana. Venía en un sobre y
eran unos tebeos junto a unas entradas para ir al circo.
Mar Lana