El otro día salí tarde de trabajar.
Ya había anochecido. Caminaba arrastrando los pies y mi estómago no dejaba de
gruñirme. Antes de girar la esquina volví la vista atrás y me prometí que al
día siguiente mataría al dragón. Ese engendro de piel escamosa que había
convertido los baños de la planta cuarta en su guarida.
Me dirigía hacia la
parada del autobús cuando me detuve en un semáforo en rojo. Aproveché para
colocarme los auriculares y encender mi reproductor de música. Sonó El Danubio azul. Después me fijé en la
acera de enfrente. Había un paseo que separaba los dos sentidos de la
circulación. En mitad del mismo, justo en mi trayectoria, había una humana.
Le calculé unos sesenta
años. Y casi el doble de esa cifra en kilos. Vestía un abrigo descolorido y agujereado,
falda a cuadros y unas viejas zapatillas negras. Debía ser una nómada, pues
arrastraba sus escasas pertenencias en un carrito de la compra, forrado con telas
y retales de plástico, atados al carro con varias vueltas de una cuerda.
Como si se encontrara a
solas en mitad de una llanura, la humana se alzó la falda y se bajó las bragas,
sucias, amarillentas. Las hizo descender rizándose sobre sí mismas, pegadas a
las piernas, y después inclinó el cuerpo y comenzó a mear. Justo ahí. En el
maldito centro de la avenida.
Me cogió desprevenido. Y
por culpa de mi falta de reflejos tuve que contemplar cómo salía de sus cuartos
traseros ese caudaloso chorro, un manantial bifurcado que me trajo a la mente
la imagen de una vaca haciendo sus necesidades. La meada formó un charco a los
pies de la vieja y salpicó sus tobillos y sus zapatillas. No pude escapar a la
visión de sus carnes flácidas, blancas, con algunos moratones aquí y allá.
El semáforo cambió a
verde. Crucé y aguanté la respiración al pasar junto a la vieja, que se volvía
a colocar las bragas y la falda. Aceleré la marcha y pasé el siguiente semáforo
con la luz roja. Sin volver la vista atrás alcancé la acera opuesta, sorteando
el riachuelo de lava y con cuidado de no morir bajo los cascos de los jinetes
oscuros. En las alturas, el infausto Ojo lo veía todo, así que me apresuré en
alcanzar la marquesina para ponerme a cubierto.
Allí me encontré con los
rostros habituales. Algunos elfos, con sus trajes caros, su peinado impecable y
sus orejas puntiagudas y rostro bronceado. También había faunos, enanos y
guerreros sureños.
Aumenté el volumen de mi Mp4 y me senté junto a una sirena,
ensimismada con la pantalla de su smartphone.
Llevaba meses observándola y suspirando sin que ella se diera cuenta. Quizá algún
día reuniría el valor.
Tras diez minutos de
espera llegó Pegaso. Se detuvo con un chirrido de frenos, abrió sus puertas y
subimos. Pasé mi tarjeta por el lector y busqué un asiento libre. El trayecto
sería largo, cruzando bosques, ríos, montañas y cuevas. Encontré un sitio junto
a la ventanilla, me senté y miré a través del cristal.
El gigantesco caballo
alado se puso en marcha con un brusco acelerón y clavé mis pies en el suelo. El
asiento era de plástico, y mis posaderas viajaban de un lado a otro con cada
curva. La calefacción estaba al máximo, así que me desabroché un par de botones
de la chaqueta. En la calle la gente se abrigaba y trataba de abrirse paso a
través de los glaciares que aparecían de repente a la vuelta de algunas
esquinas.
Después de tres o cuatro
paradas abrí mi maletín y extraje mi ebook.
Reanudé la lectura de un libro de relatos de un tal Carver. Catedral. Menudo timo. Me gustó más Los pilares de la tierra. Ahí sí que
salía una catedral de verdad. Por momentos me costaba leer. De vez en cuando la
vibración al pisar los baches era tan fuerte que provocaba que las líneas se
mezclasen.
Cada pocos minutos alzaba
la vista, por si tenía que ceder mi asiento a algún viejo humano. La mayoría de
los elfos ya se habían apeado, dejando su sitio a magos, brujas y algunos montaraces
del este, con sus capas manchadas de barro arrastrando por el suelo. Viajaban
siempre en parejas. Apenas hablaban y parecían entenderse a la perfección con
tan solo unos pocos gestos. Una línea recta que tensaba la tela de sus capas
revelaba la presencia de sus espadas. Todo el mundo sabía que estaban ahí, pero
era mejor no llegar a verlas.
Al mismo tiempo que se
sucedían las paradas, las farolas de la calle eran menos numerosas e iluminaban con menor
intensidad. Las aceras aparecían salpicadas de litronas vacías, cáscaras de
pipas y colillas. No muy lejos me pareció divisar a un equipo de Callejeros.
El autobús se fue
llenando de orcos, duendes y trasgos, de aspecto desaliñado y ropa de mercadillo.
También un par de trolls, torpes y bobalicones, vestidos con chándal de marca
falsificada, y algún que otro gigante norteño, barbudo y de gesto amenazador.
Me concentré en mi lectura y les ignoré. No era bueno mirarles a los ojos. Les
envolvía un penetrante olor a mal aliento y a cebollas. Intenté respirar menos,
pero afortunadamente me acostumbré al hedor antes de llegar a asfixiarme.
Uno de los duendes se
sentó a mi lado. Apreté el maletín sobre mi regazo y tensé los músculos de la
pierna para notar el bulto de mi billetera en el bolsillo del pantalón. Seguía
ahí. Los duendes son muy hábiles pero yo soy más listo.
Quedaban pocos viajeros
cuando atravesamos el barrio de los cíclopes. Gracias al Hacedor, por fin se
apeó el bullicioso grupo de quimeras y arpías de los asientos del fondo.
Gentuza.
Me acercaba a mi destino,
así que apagué el ebook y lo guardé
con disimulo en el maletín. Hice lo propio con el Mp4 y pulsé el botón para solicitar parada. Nos adentrábamos en el bosque
donde estaba mi cabaña.
Instantes después el caballo
se detuvo con un brusco frenazo. Se abrieron las puertas, descendí y me quedé clavado
en la acera hasta que el vehículo desapareció tras una curva. Me llevé la mano
al costado y la apoyé sobre la empuñadura de mi espada. Aún tenía que caminar
unas decenas de metros hasta llegar a casa. Desenfundé a Lacrimosa y sujeté con fuerza mi escudo. Bajé la visera de mi yelmo
y comencé a caminar.
Pocos minutos después estaba
por fin de vuelta en el hogar. Encendí un fuego, comí un poco de cecina acompañada
de cerveza y me acosté pensando en mi estrategia para el día siguiente.
Mañana acabaré con el
dragón, me dije. Solo necesito descansar un poco. Me duele la cabeza.
No me ha gustado cómo me
miraban esos elfos en el autobús. Si no tienen cuidado serán los siguientes.
¿Lo he imaginado o había
una gorda meando en mitad de la calle?
A-lu-ci-nan-te.
ResponderEliminarSaludines.
Jajaja, gracias Pablo, un abrazo
ResponderEliminarMagnífico Pascual, me encantó la primera vez que lo leí, lo tiene todo, es divertido, original, y te atrapa. Y al frase final, ¡soberbia!
ResponderEliminarGracias, Marusela, qué generosa eres.
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