“La culpa ha sido tuya. Si en vez de andarte por las ramas hubieras sido sincera…, pero le dices que escribes desde que eras pequeña, que te apasiona leer, que en la facultad los profesores valoraban muy bien tus textos. Y esa gilipollez de que al escribir se te han abierto las puertas de un abismo y en el fondo hay algo magnético que te impide separarte ¡Puaf! Con razón sopesaba el manuscrito como si valiera más por el gramaje que por el contenido. ¿Sabrá esta mujer lo que le queda por aprender?, habrá pensado. En realidad lo ha dicho: lo ha dicho cuando te ha mirado con esa expresión de condescendencia que usa el maestro ante el que quiere y no puede pero está lleno de buenas intenciones. Y al final va y te desea suerte en el mundo de la publicidad, que no sé para qué has contado lo del trabajo en la agencia. Has tirado por la borda la ocasión de su crítica o su consejo, o ambos. Has desperdiciado la cita, mierda, como si fueras a tener cientos de ocasiones de que un experto te lea. Pero…un momento, aún estoy a tiempo. Solo tengo que darme media vuelta, subir los escalones que me separan del piso y llamar al timbre. Así de sencillo. Va a pensar que soy una pesada, o quizá no. Ha estado encantador, incluso amigable, mientras yo hacía el imbécil escondiéndome tras el traje de ejecutiva; si hasta he tardado unos minutos en quitarme las gafas de sol… Un momento, para, tía, ¿qué ha dicho sobre renunciar a la comodidad? Sí, “olvidar la comodidad en el sentido más amplio de la palabra”. ¡Si esa era mi declaración de intenciones! Eso es lo que quería decirle: estoy dispuesta a torturarme con preguntas sin respuesta, a que me llamen pirada, a perder amigos, incluso quedarme sin pareja, pobre Daniel nunca lo entenderá, estoy dispuesta a subsistir en lo espiritual y mal vivir en lo material… Alguien sube, se extrañará de ver a una desconocida aquí parada. Decide de una vez, vuelves o no…”
—Buenos días.
—Hola, buenos días.
“Desciendo. Necesito un poco de tiempo para preparar otro encuentro, a lo mejor dentro de un rato, o esta tarde, dejarlo para otro día…, no, eso no. Cuando llegue al bajo me decido. Sí, cuando llegues, pero ya estás aquí, tía, ¿y ahora qué?...”
—¿Va a subir?
“…el anciano que sujeta la puerta del ascensor desconoce la importancia de la pregunta y la lanza así, como si tal cosa, como si preguntara qué hora es…”
—Oiga, señorita, que si va a subir.
—Sí subo. Quinto, por favor.
“…Está hecho. Tocaré el timbre y cuando abra la puerta se lo diré sin más. Sin pedir disculpas por darle la lata, sin tartamudear, sin miedos, mirándole a los ojos…”
—Ya estamos en el quinto. Adiós joven.
—Adiós.
“Escribo porque respiro, le diré”.
¡Riiiiing!
Muy bueno, Marusela. Siempre buscando la manera de justificarnos cuando la respuesta es así de sencilla.
ResponderEliminarBueno, a ella llegar a esa conclusión le ha llevado media vida, ;) Me alegra si te ha gustado, un beso.
EliminarBien, Marusela, me quedé con la duda de saber qué pasa después.
ResponderEliminarQué bueno tenerte de nuevo leyendo mis textos, gracias. Pues después pasaría que ella lo deja todo para dedicarse a escribir con los consiguientes desengaños y algún que otro éxito, pero consigue ser fiel a ella misma, :)
ResponderEliminarEstupendo reflejo de los pensamientos. Caos, pero justificando el desorden de nuestras mente, a dónde va todos esos pensamientos, ver la salida...Al final toma la decisión que llevaba en mente desde el principio.
ResponderEliminarDifícil y muy bien llevado a cabo. Un abrazo escritora.
¿Qué sucedió antes y después?. Es uno de esos cuentos pequeños que enganchan.
ResponderEliminarMi querida Mariló gracias por leerme y comentar siempre de forma tan positiva. Un beso, guap
ResponderEliminarHola Devilblue, pues siento decir que la historia es un micro cuyo objetivo era solo mostrar a alguien que busca la respuesta a porqué quiere escribir, :)