martes, 23 de junio de 2015

En el nombre de Laura

Los soñadores se van despertando y empiezan a volar. Y con fuerza.
El próximo jueves, 25 de Junio, nuestra compañera Marga García Pacios presentará su primera novela.
He tenido el privilegio de leerla cuando apenas era un borrador y os garantizo que es estupenda.
Os dejo los detalles de la presentación y el booktrailer.
Nos vemos en la Ciudad Invisible.







domingo, 17 de mayo de 2015

Los gorrones




 

Los gorrones

 

 

El camarero dejó en la barra una taza de café con leche, y otra con un cortado. Antes de ir a pescar, los amigos solían verse en aquel bar. Uno de ellos, preguntó al otro:

—¿Qué tal la semana?

—Muy bien, hemos vendido diez coches y para la próxima, un comercial nos ha encargado tres vehículos de reparto. Y vosotros. ¿Notáis la recuperación económica?

—Con la bajada del carburante hemos superado las ventas del mes pasado… por cierto, ¿Te importaría pagar el cortado?, no llevo suelto.

—¡No me jodas! Acabo de sacar del cajero doscientos euros, y me ha dado un sólo un billete.

—Esperemos a que llegue Paco, como está en el paro, siempre lleva calderilla por los bolsillos.

 

domingo, 26 de abril de 2015

LA CRISÁLIDA




                                                            La crisálida



         Salí del laboratorio, preocupado por lo ocurrido durante la mañana. Al llegar a casa, Carla me esperaba sonriente para celebrar nuestro aniversario. Mientras bailábamos abrazados nuestra canción favorita en el salón, sentí que mi cuerpo se transformaba y parte de él empezaba a desaparecer. Vi el terror de ella en sus ojos. Al separarnos, todo volvió a la situación anterior y sólo quedaron sensaciones que nunca habíamos experimentado. No podía explicarle qué había ocurrido, pero supe que la mutación había comenzado antes de tiempo y que volvería a pasar. El experimento había acelerado el proceso. Me empujaba a la siguiente etapa de desarrollo: la de abandonar mi envoltura humana como lo hacían, sin saberlo, las personas al morir.



                                                                                                       Mar Lana





"La crisálida" micro-relato ganador Gigantes de Liliput, (20-abril-2015), grupo alojado en la red social Netwriters. 
http://netwriters.es/la-crisalida/



sábado, 28 de marzo de 2015

Ante el espejo (Ejercicio en segunda persona)

Te va bien Victoria. Hasta ahora al menos. Solo que ahora una idea se ha metido en tu cabeza: escribir. Una sugerencia de Manu,  «Planeemos un año sabático», se ha convertido en  irrenunciable. Escribir en soledad, sin interrupciones. Tantas lecturas deben servirte para algo y la proximidad del mar, el sosiego que te proporciona, también.
Pero dejas atrás personas. Algunas no te importan demasiado, sé sincera. Las compañeras de trabajo, por ejemplo, previsibles con sus ciclos menstruales, sus conflictos con los hijos o con los padres, con su bondad natural para solidarizarse con problemas ajenos «¿tú quieres que yo…?» Qué aburridas te parecen, aunque tú pertenezcas al mismo género. Y eso es un conflicto, ¿verdad?, ser una de ellas y no sentirte cómoda entre las de tu clan y sí en el opuesto, el masculino. En realidad no crees que sean opuestos; opuesto suena a cosas muy diferentes y tú quieres creer que no es así, que todos son personas y ya. Puede que hayas sido injusta con ellas, que no les hayas dedicado suficiente atención, que las hayas estereotipado sin pensarlo demasiado, al primer golpe de vista. Y eso tampoco es así, Victoria. Tampoco es así por  mucho que te gusten los hombres, mejor dicho, la naturaleza masculina. ¿Habrías querido  ser uno de ellos? No: te encanta coquetear —cruzar las piernas cuando estás repantigada en el sillón, beber la copa mirando de reojo a la víctima, observar el vacío por encima de su hombro cuando te habla—  y esto no sabe hacerlo un hombre. Ni aunque se lo propusiera. Van de frente.
Lo que te ocurre es que los admiras. Admiras al noble bruto, la valentía con que ha admitido la mayor responsabilidad desde el inicio: alimento y protección para la familia. ¡Si te oyera una feminista! No te importa, tendrías argumentos nombrando a tu padre,  hermanos, a tu amigo homosexual que es también hombre —aunque esto sea su tormento,  ninguna mirada como la suya para hacerte sentir la más femenina y deseada al verle morderse el labio, entrecerrar los ojos envidiosos—. Y, bueno, puestos a nombrar, tendrías que nombrar a Manu.
Manu con sus prontos de genio  vivo, con su necesidad permanente de ternura; Manu con su dedicación al trabajo, a ganar dinero, mucho, como si lo necesitara para adquirir una parcela revalorizable en el Más Allá y construirse su Paraíso. De tanto trabajar ha olvidado como disfrutar el dinero aquí o, tal vez, piensas, le resulta tan complicado conseguirlo que se convierte en demasiado valioso para prodigarlo, aunque a ti no te niega nada. Manu con su miopía convertida en ceguera; Manu, sacudido por tus reproches cuando le echas en cara sin la menor compasión que está desperdiciando su vida por arrastrar un carro en el que muchos se han subido cómodamente sin dar, apenas, nada a cambio.
Como tú, Victoria. Porque tú también te aprovechas. De dónde si no el Audi completo de extras; de dónde el viaje anual a cualquier parte del mundo; de dónde las joyas de Suárez o las fiestas de cumpleaños en el local de moda. Tú podrías pagar el piso —no en el que vivís, claro—  un coche aparente y la ropa de marca, pero nada más, chica. Él sostiene tu mundo pero tú dices que la felicidad es otra cosa. En realidad no sabes qué pensar.

Por eso te vas a la casita de la playa sin comodidades, no por snobismo, no. Vas a escribir, sí, pero en realidad vas a demostrarte hasta dónde puedes prescindir de eso que crees que no es necesario para ser feliz. Hasta dónde puedes prescindir de Manu.

Visita médica



                                                                                Visita médica


A las nueve de la mañana el hospital era como un hormiguero. Una marea de personas recorría todo el edificio, al parecer, con instrucciones claras de su cometido. Melisa, doctora en psiquiatría, se dirigía a su despacho por un pasillo encerado y reluciente franqueado en uno de sus lados por numerosas puertas blancas. Al llegar vio que había pocos enfermos en la zona de espera. La jornada se presentaba tranquila, aunque ella no podía decir lo mismo de su estado de ánimo.  Desde hacía tiempo le preocupaba la situación de Enrique, uno de sus pacientes y antiguo compañero del colegio, que un día se sentó en el diván de su consulta como un extraño y empezó a relatarle su angustioso mundo interior con una crudeza que la sobrecogió. Temía por su vida. Sus delirios suicidas podían un día cumplirse y ella tenía que evitarlo por su familia: una mujer y tres hijos que no terminarían en la calle, si ella podía evitarlo.

Tras dos toques en la puerta ésta se abrió.

—Hola, Melisa —dijo la enfermera de análisis clínicos—. Tengo el expediente completo de tu paciente, Enrique Lanez, con las pruebas que pediste. Le he llamado para que venga a recogerlo y me ha dicho que tenía cita contigo, te lo traigo para que se lo des.

—Gracias, ya he visto en el ordenador que todo ha salido normal. Si no te importa, déjaselo a mi ayudante para que lo meta en un sobre y se lo dé antes de irse.

Enrique llegó más demacrado que otras veces. Se notaba que no había dormido y su aspecto desaliñado indicaba su desinterés por todo lo que le rodeaba. La sesión fue larga y tensa. Al menos, durante esa hora, consiguió convencerle de que no dejara la medicación.

Enrique fue el último paciente. Cuando se fue, Melisa se acercó a la mesa de su ayudante y un expediente colocado sobre un montón de papeles le llamó la atención.

—¿Es que no le has dado a Enrique su historia clínica? —le preguntó a Rosa.

—Claro que se la di.  Lo hice cuando salió de tu despacho.

—¿Y esto? —dijo Melisa señalando el lugar donde estaba la carpeta de su cliente.

A Rosa le cambió la expresión de la cara, que pasó de mostrar una seguridad rutinaria a una duda preocupante.

—No puede ser. Creo habérselo dado. ¿Y si lo he confundido con otro enfermo?

—¿Qué enfermo? —dijo Melisa, nerviosa.

—La otra carpeta que tenía era la de Enrico Gámez, que ahora no me aparece. A lo mejor me he liado con los nombres.

—¡Dios mío! No sabes lo que has hecho. Enrico está desahuciado por un cáncer muy agresivo. Te di su historial para devolverlo a la consulta de oncología. ¿Cómo no te diste cuenta? Llama a su mujer de inmediato para avisarla de que no abran el sobre. Diles que voy a su casa ahora mismo con las pruebas correctas.

Melisa salió al pasillo con la vana esperanza de poder encontrar a Enrique cerca de la salida del hospital. Cogió un taxi y rezó para que no ocurriera una desgracia, mientras marcaba un número en el móvil. Una voz monótona repetía, una y otra vez, que ese teléfono no estaba disponible. Le dijo al taxista que cogiera el atajo del puente, por si acaso.

Por su parte, Rosa llamó con insistencia a casa de los Lanez sin obtener respuesta. El teléfono comunicaba cada vez que marcaba. Entre llamada y llamada, iba levantando todos los papeles de la mesa en busca de la carpeta del señor Gámez, sin ningún éxito. Se disponía a abrir los cajones del fichero, cuando tropezó con la papelera, que se volcó, esparciendo por el suelo todo su contenido. Y ahí, apareció el expediente junto a unas fotocopias arrugadas, papeles de caramelo y restos de un sándwich. 

Melisa llegó jadeando al tercer piso. El ascensor no funcionaba. La mujer de Enrique le abrió la puerta y al verla sonrió.

—Pasa, doctora —estábamos celebrando con los niños el regalo del hospital.

—¿Qué regalo? —dijo Melisa, desconcertada.

—El que le dieron a Enrique esta mañana. Venía en un sobre y eran unos tebeos junto a unas entradas para ir al circo.


                                                                                                                    Mar Lana


Relato ganador de El Tintero Virtual, tema “suspense"
http://netwriters.es/visita-medica/



miércoles, 25 de marzo de 2015

El fantasma del túnel



       El niño sentía pánico ante la llegada al túnel, pero su padre seguía insistiendo y trataba de convencerle de que allí nunca había existido fantasma alguno. Aunque conocía la leyenda del ferroviario que murió por causas extrañas cuando quiso salvar la vida de una mujer embarazada, desde que comenzaron la excursión, insistió en que todo era fruto de la imaginación de la gente. Cada vez estaban más cerca de aquel agujero que traspasaba la montaña por un vía férrea desmantelada. Bebió de la cantimplora sin tener sed y continuó sin perder la distancia de seguridad que le ofrecida estar junto a su padre. Dio una carrerilla y le cogió de la mano.
       —Vamos no tengas miedo —Le animó.
       —¿Y si aparece el fantasma? ¿Qué hacemos papi?
       —Siempre hay que ir adelante, ten en cuenta que la oscuridad nos puede crear la dificultad de situación.
       El niño subrepticiamente comprobó que portaba su tirachinas en su bolsillo trasero del pantalón. De nuevo insistió:
       —¿Y si nos quedamos sin luz en la linterna?
       —No te preocupes, en el lado derecho existen unos pasillos que dan al exterior, se hicieron para que saliera el humo del carbón de la locomotora que funcionaban con vapor.
       —¡Carbón! ¿Cómo el que me trajeron los reyes magos?
       —Es otro diferente. Cuando entremos iremos con atención, puede venir algún ciclista a gran velocidad y nos pueda atropellar.
       —¿Te puedo coger aunque sea del pantalón?
       —Tienes diez años, yo a tu edad ya lo había cruzado con mi padre en varias ocasiones; valiéndonos tan solo de una candela. Además, los pequeños pasillos reflejan luz, son cuatro y de uno al otro hay poca distancia.
       —Tengo ganas de mear.
       —No me extraña, te has bebido casi toda tu botella.
       Su padre se colocó la linterna en la frente soportada por una goma que rodeaba su cabeza. El niño comenzó a engullir saliva con dificultad. Solo sentía una corriente de aire que parecía querer invadir su cuerpo. La poca luz del exterior comenzó se esfumarse y llegó la plena oscuridad.
       —¡Ni se te ocurra separarte! —Insistió su padre.
       Samuel observó un claro de luz que provenía del lateral derecho, presumió que sería uno de los conductos que su padre le había indicado y que servían para la evacuación de los humos. Sin embargo, él insistía en que era en donde sus amigos le habían contado que aparecía el fantasma.        Atravesaron la luz del primer pasillo; su padre silabeaba una canción de moda, y eso a él le tranquilizaba. Todo iba bien hasta que volvieron a ver la luz del siguiente boquete. De repente, dejó de escuchar a su padre. Se detuvo para afinar el oído en la misma entrada al pequeño túnel. Al poco apareció la figura de una persona que se perfilaba con el trasluz, quedó absorto sin saber qué hacer. Notó como algo caliente bajaba por su entrepierna, apenas se dio cuenta de que su orina llagaba a empapar la zapatilla.
       —¿Eres el fantasma? —Preguntó Samuel.
       —¿Acaso tienes duda?
       Permanecía quieto, sin dejar de convencerse de que aquello no era más que una alucinación, sus ojos no cesaban buscar a su padre; aquella voz tenebrosa añadió contundencia:
       —¡Soy el fantasma del túnel! ¡Estoy aquí para amonestar a los niños vagos y desobedientes como tú!
       —Yo soy obediente…
       —¡Ni de coña! Suspendiste mate y lengua. ¿Acaso dudas de nosotros? Sabemos todo de los niños como tú.
       Muy cuidadoso asió el tirachinas y lo empuñó, del bolsillo delantero sacó una canica y la colocó en el cuero, poco a poco subió su mano izquierda, mientras con la derecha estiraba la goma todo lo que podía. Apuntó al objetivo cerrando un ojo, soltó la canica que fue a impactar en el centro la linterna.
      —¡¡¡Me caguen!!! —Gritó el fantasma.
      —¿Papá?